El Susurro de la Tierra: La Canción de Gabriela Pizarro
Bajo un cielo de octubre, donde las nubes danzaban con el viento salado de Lebu, nació Gabriela Eliana Pizarro Soto, un 14 de octubre de 1932, un día como hoy. El Pacífico lamía las rocas con su canto eterno, y en una casa de madera crujiente, Blanca Hortensia, su madre, tejía melodías de iglesia y ópera para arrullar a la pequeña. José Abraham, su padre, un caminante de senderos polvorientos, recogía rentas y relatos de campesinos, y en sus pasos, Gabriela, de ojos como luceros, bebía los primeros acordes del alma chilena: coplas que olían a eucalipto, cuecas que galopaban libres.
Lebu fue su cuna, un rincón donde el mar y la tierra se contaban secretos. Niña aún, seguía a su padre por caminos de barro, donde los arrendatarios, con voces curtidas por el sol, desgranaban tonadas que eran mapas del corazón. El folklore, susurro vivo de la gente, se le enredó en el alma como hiedra. “La tierra canta si la escuchas”, le diría años después Margot Loyola, pero Gabriela, con su risa de arroyo, ya lo sabía.
A los dieciocho, con una guitarra que llevaba el eco de su madre, cruzó los Andes invisibles hacia Santiago. La ciudad rugía: tranvías, tangos, y el murmullo de la zamacueca en los barrios. En el Conservatorio, las partituras clásicas no le bastaron; su espíritu buscaba lo eterno. En peñas clandestinas, bajo el humo de cigarros y mates amargos, halló a Margot Loyola, tejedora de sueños. “Tienes la tierra en las venas, Gabriela. Canta para que no muera”, le susurró una noche, y esas palabras fueron su brújula.
En 1956, volvió a Lebu como quien regresa a un amor antiguo. Con un cuaderno gastado y una grabadora prestada, trepó cerros, navegó caletas, buscando guardianes de lo olvidado: Noemí Chamorro, Olga Niño, ancianas de voz rota que le regalaron tonadas como joyas. Gabriela no solo escuchaba; danzaba con sus ecos, transcribiendo un Chile que latía en los surcos de la memoria. Sus notas eran hilos de un tapiz inmortal, un canto contra el olvido.
Los sesenta la coronaron. En aulas vespertinas, enseñaba a rasgar la guitarra con el alma, no solo con los dedos. Sus alumnos aprendían la cueca brava, pero también la historia de la minga mapuche, el lamento de los salitreros. En el Conjunto Millaray, su refugio, la música era un río desbocado: cinco discos nacieron, vinilos que giraban como lunas en noches de fiesta. Allí conoció a Héctor Pavez, su amor, un guitarrista de manos ásperas y risa de cascada. Juntos, construyeron un hogar donde cada acorde era un verso de amor.
Mas el destino, traicionero como un viento de tormenta, trajo el 73. El golpe militar quebró el aire; la dictadura silenció las voces que olían a pueblo. Gabriela, con su canto rebelde, fue sombra en la mira. Amigos se desvanecieron, las peñas se volvieron susurros. En la penumbra, enseñó en secreto, escondiendo tonadas prohibidas como brasas bajo la ceniza. “La música no muere, se guarda en el latir del alma”, escribía en cartas que el miedo nunca dejó enviar.
Cuando la democracia asomó, frágil como un amanecer, Gabriela, con arrugas que cantaban victorias, siguió tejiendo. Publicó legados de papel y sonido, danzó con comunidades mapuches, vio su eco en discípulos que, como Violeta Parra, llevaron su luz al mundo. Con Margot y Violeta, fue un pilar del canto chileno, una trenza de mujeres que cosieron la identidad de una nación rota.
El 29 de diciembre de 1999, en Santiago, Gabriela se fundió con el viento. Dejó mil canciones, discos que aún giran en la penumbra, un legado que respira. Hoy, en este 14 de octubre, su nacimiento resuena como un acorde eterno. En Lebu, el mar murmura sus tonadas; en cada cueca, sus pasos vibran. Gabriela Pizarro no es pasado: es el latido de la tierra, el eco de un Chile que canta, libre, en el corazón de los que aún escuchan.
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